martes, 14 de diciembre de 2021

El Chalchihuite 

Isael Petronio Cantú Nájera.

A Pedro Bravo, por su pasión por la ecología y
preservar todo lo verde.

Sí, ya sé que Quetzaltcoalt es un Dios viejo que poco puede hacer contra el Dios todopoderoso moderno judeo-cristiano; que sin nombre señorea sobre todos y todo el tiempo. Lo que no sabes es que cuando un Dios duerme, otro ocupa su lugar y así, nos parece que siempre está al tanto o despierto. Entre esos dormires y despertares suelen suceder tremendas cosas que pueden acabar con el universo o de plano volver a uno loco de remate.
Cuando descubrí a la Serpiente Emplumada, debo decirte, que no estaba del todo en mis cabales; pues Pelancho por tercera vez me dejaba y aunque suene vulgar, yo sabía que ésta era la vencida. Dejo todo y nada; ahí estaba su ropa, sus perfumes y sus libros y el adiós grabado sobre el agua condensada en el cristal del botiquín del baño: -Por lo menos se bañó y se fue- Seguro estoy que lo hizo para no llevarse ni mi olor ni mi sudor, ¡claro! Menos mis humedecidos sueños que siempre la evocaban cada vez que se iba; y contra todo lo que dejó, digo que dejó la nada, porque el vacío que sentía en la boca del estomago se juntaba con el dolor infinito en el hueco del pecho; me miré y nada: estaba vacío.
¿Qué porque se fue? Bueno, lo teníamos pactado. Ya sabes una relación moderna de arqueólogos que no creemos en las ridiculeces del pacto judeo-cristiano y menos en el romanticismo decimonónico de la época de Shakespeare. Perdón que lo diga y que suene brutal, que suene crudo, pero nuestra relación se inició cogiendo y cogiendo terminó. Bueno, la terminó ella, porque yo aquí estoy llorando ridículamente añorando la redondez de sus nalgas, la turgencia de sus senos y la risa loca y cristalina que sonaba cuando el orgasmo nos alcanzaba al unísono.
Me fui al mar; me fui al puerto porque ahí inició todo y porque el mar es tan grande que ninguna pena logra vaciarlo o desbordarlo; como quiera verse y porque además ahí estaban los amigos mutuos que durante trece años brindaron con nosotros las cómicas y trágicas reconciliaciones o simplemente porque Tacho jugo más que un simple papel de chaperón: Tacho y Pelancho eran amantes cuando no era Pelancho mía; aún así, la cofradía de tolerantes maestros se mantenía a la expectativa de que algo reventara ante la presión moral anodina de la población.
Aparte de Tacho estaba André, si, André no Adrés, que tenía muchos años que había decidido ser homosexual y vivir tranquilamente con Tacho sin ser pareja, porque éste lo consolaba de sus constantes desamores o porque de plano, Tacho tenía el conecte para la mejor mariguana del puerto o porque cuando Pelancho vivía con Tacho, André encontraba a la madre-hermana que nunca tuvo.
De la central de autobuses al malecón hice la catarsis consabida y de no ser por una pinche mulata con unas tetas descomunales y unas nalgas de sortilegio que me sacaron de mi plan: ¡juro que me hubiera aventado al mar para que me comieran los tiburones! Por supuesto que se que no hay tiburones, pero, ¡No sé nadar! Qué tal ¡he! Comoquiera los intentos de suicidarme por el síndrome del abandono estaban presentes más que nunca y aunque viejo no soy, a mis cincuenta y dos años, no es fácil volver a trazarse un horizonte de vida con nuevas ideologías y fines esperanzadores. Pude ver que el sol se ocultaba y sin retórica alguna, ni ganas de impresionar con un romanticismo pinchurriento: me pareció que estaba sangrando y triste. ¡No mames güey! Sí, por eso, los aztecas creían que todo lo rojo era guerra y que el sol al cruzar el horizonte empezaba a destripar cuanta estrella se encontrara en su paso y ahí estaba Marte, con su rojiza luz que invoca los horrísonos clarines y convoca a luchar con valor, ¡Tan, tan!
Llegué con Tacho y André, y más tarde en tocar que éstos en decirme al unísono, como coro de la U.V. ¡Pinche Mendo, se te fue otra vez! ¡No mamen culeros, hora si nos dejó! Y aunque suene a maricón me abracé de André y me puse a chillar.
Llegaron las cervezas, los consejos, los ¡ya ves, te lo dije pendejo! Y sobre todo el vivo recuerdo del carnaval en que la conocimos en el Bum-Bum. Como hasta ahora, estábamos los tres haciendo profesión de arqueólogos sociales queriendo conocer en viva carne cómo vive el bajo, medio y alto mundo de la prostitución. Era una tesis cachonda llegó a decir la maestra Carmen pero nada más, nada bueno dejaría a la ciencia de la antropología que tres babosos estudiantes se estuvieran gastando el dinero de la familia en “putas” y a eso le quisieran llamar “estudio de caso”; la verdad es que esa noche, la Pelancho estaba vestida, bueno, media vestida con una minúscula tanga color fucsia con sus pechos al aire y ¡quince años menos! Y amaneció entre Tacho y yo en la cama de André, él no llegó.
La semana se me hizo corta y entre cervezas, malos recuerdos, mota a pasto, dos, tres idas al Bum-Bum a buscarla y llorando quedamente para no hacer el ridículo con los cuates, un día temprano me despertaron: -Ya, pinche Mendo que de amor solo se mueren los romeos y los pendejos-, dijo Tacho, mientras me alargaba una bolsa de papel de estraza, me miraba y decía: ¡Es peyote güey! ¡Ahí vas a ver tu suerte y tu futuro! André y yo vamos a la chamba, te cuidas y no salgas si te tragas el peyote ¡he!
Hace años, cuando se descubrieron las cabezas olmecas de madera en la Comunidad del Manatí allá en el sur del estado, el ambiente entre los arqueólogos fue similar al descubrimiento del Tajín en el Totonacapan: ¡todos queríamos ir! Así lo hicimos, Tacho, André y Yo, no sin antes conseguir un kilo de mota de la buena traída de la sierra de Guerrero y con ese abastecimiento agarramos rumbo al sur en un viaje de puro aventón. Era peligroso en esa época, lo reconozco y André lo fue advirtiendo todo el camino, pues, las comunidades chinantecas recién trasladadas a la zona decía el gobierno que acababan de acribillar a nueve policías federales por asuntos de narcotráfico y sin que lo reconociera el gobierno la zona era un espacio muerto o neutral, sin ley o con una ley ajena a la general, donde el retén de soldados cerca de Acayucan era la zona legal última del soberano gobierno y después de ahí la ley del narco. Bueno, eso decían y yo no hice el análisis político, eso se lo oí a otro compañero que trabajaba en Xalapa en investigaciones políticas, era poli.
Aquella vez, por julio, las aguas enlodaban todo y caminar por las veredas que llevaban a la comunidad del Manatí no resultaba fácil; si a eso le agregamos que una densa nube de mosquitos no dejaba ni respirar, ya sabrán de las comodidades del viaje. Lo admito, caminar libremente con un churro de mota a cualquier hora es algo que tiene en sí un placer infinito de libertad. La autoridad había quedado con sus fusiles atrás y según Tacho, los soldados desde la revolución son adictos a la mariguana porque bajo los efectos de ella aguantan las madrizas y con los sentidos a reventar de estimulados pueden partirle la madre a cualquiera, por eso estaba aquel corrido de “La Cucaracha” que era una perfecta declaración laboral de la soldadesca a sus generales para seguir luchando.
Con esas risas íbamos y cantando la cucaracha cuando, el tronar de los cerrojos y los dos hombres que brincaron del monte a la vera del camino, nos pararon en seco –¡hijodelachingada!-
¡Párense ahí, putos o se los carga su madre! Dijeron cuando por atrás aparecieron otros cuatro y uno de ellos nos arrancaba las mochilas y nos tiraba la mota del hocico con unos vergajazos. André se botó al suelo y Tacho, mayor que todos nosotros, sacó de la bolsa de su camisa una credencial y les dijo ¡somos estudiantes de arqueología!
¡Estudiantes mis güevos porque son compañeritos, pinches mariguanos! ¡Que putas madres los trae por aquí!
-¡Las cabezas! Dijo afectadamente André y yo repetí ¡Si, las cabezas!
¡Ah! Con que sí son estudiantes y vienen al Manatí a ver las cabezas, dijo el que parecía el jefe y después conocimos como Romualdo, se cargó el fusil al hombro y sacó un ¡Churrototote de mota y lo prendió! Dándoselo a Tacho nos dijo ¡Vengan! verán el paraíso y sobre todo verán a sus ancestros bailar al son de las estrellas, ¡vengan!
Caminamos como unas cuatro horas en una selva espesa y llena de ruidos salvajes indescriptibles, solo la historia que contaba Romualdo y los asentimientos de sus compañeros evitaban que entráramos en pánico. Cuando les pregunté si eran guerrilleros, simplemente me dijeron que sí, pero que su reino no era de este mundo, ¡Chale! Me dije ¡Guerrilleros mamilas! Y tal vez porque Romualdo intuyó la sorna o porque era necesario que se aclarara la pregunta bochornosa que había hecho y que André y Tacho me recriminaron con sendas miradas de perros furiosos, solo me dijo: No somos nada de lo que crees, simplemente vivimos aquí y defendemos a nuestras familias y nuestra economía de un ejército nada patriota y nada identificado con el pueblo.
Ya era noche, llegamos a un pueblito con no más de quince casas de barro y techos de palma, una de ellas más grande y donde parecía el salón social, un templo o la casa de juntas, ahí nos encargó Romualdo que descansáramos y que luego nos mandarían unas hamacas y cena, que nos veríamos por la mañana.
¡Una semana! una semana recorriendo bellos sembradíos de maíz, pero sobre todo, sombreados con unas matas de cáñamo indio que sería la envidia de todo club árabe fumador de hashis o casa de hippies de la facultad de sociología. Vimos el sitio de las cabezas olmecas de madera, que con su descubrimiento habían corroborado que esa zona pudo haber sido el origen de esa gran cultura, platicamos con los más ancianos del pueblo y la última noche, ya ganada la confianza, porque al final terminamos cosechando con ello su producto, nos llevaron a una cueva, y ahí pudimos admirar sendos monolitos que se iluminaban con la danzarina luz de decenas de velas. Don Pancho nos dijo que no sabían quiénes eran en verdad, pero que ellos sabían que eran dioses antiguos que habían cedido su paso al dios blanco de los españoles, junto con su ejército de Arcángeles, Ángeles y Demonios.
Ahí estaba el Señor de la Mansión de los Muertos ¡Mictlantecuhtli! Ni dudarlo que estábamos frente a un culto sincrético donde se cruzaban épocas muy antiguas y donde el último imperio local dominaba ya toda la costa atlántica, porque si bien la zona perteneció a la cultura olmeca, el Señor de la Mansión de los Muertos era una deidad náhuatl y más atrás, más protegido se encontraba Quetzalcóatl, la poderosa y sugestiva deidad de la Serpiente Emplumada. Vida y Muerte en una espiral eterna que solo rompe su rutina por los actos valerosos de los humanos.
Salimos de la selva, nunca pudimos decir que vimos en realidad los monolitos y menos identificar el lugar de la cueva, primero porque pondríamos en peligro al pueblo que nos había hospedado gentilmente y segundo porque a la mitad del viaje y bajo los efectos de la mariguana, André sometió a duda todo lo que habíamos visto de noche y lapidariamente nos dijo: ¡puras pinches cosas de mariguanos! Cuando llegamos al puerto, luego de quince días de viaje, ya éramos otros, pero sobre todo inseparables amigos. Siete meses después encontraríamos al objeto de nuestro deseo: Pelancho.
La hamaca se movía monótonamente, oí los pasos de André y Tacho bajar los escalones y retumbando por todo el edificio; mi mano sostenía aún la bolsa de papel de estraza cuyo contenido me habían augurado, podría hacer que viera mi futuro y mi suerte. Abrí la bolsa con un sonido áspero del papel, ahí estaba la pequeña biznaga de color verde terroso, dura, inofensiva, sin espinas e incapaz de predecir futuro y suerte.
La hamaca seguía moviéndose perceptiblemente, mientras que el sol dejaba caer un poderoso rayo de luz que se colaba por una rasgadura de la cortina; era un sable cortando la oscuridad ida. Le di el primer mordisco y un sabor nauseabundo y finalmente ácido cerró mi garganta, mastiqué meticulosamente, mientras mi saliva se unía con los magros jugos que lograba extraerle al ansiado bocado; tal ves la tumefacción de las glándulas salivales y de la lengua hizo que olvidara el sabor original, porque el segundo bocado me supo un poco a kiwi y ya para el tercero creí que estaba masticando simplemente paja.
Miré la espada del sol cortando la oscuridad, pero hasta ahí solo era una metáfora barata. Guardé la mitad del peyote en la bolsa de papel, le di un empujón con el pie a la hamaca y esperé, esperé, esperé…
Cerré los ojos en el preámbulo de un soporoso sueño, vi un cielo profundamente estrellado que oscilaba con los ciclos de la hamaca; luego escuché ese sonido primario que hizo el Big-bang al estallar e imponerle al universo un ritmo, era el tum-tum de mi corazón que hacía que pulsaran los destellos de las estrellas. Sentí, de pronto, un profundo vacío en mi vientre, en mi estomago y las nauseas inundaron todo mi cerebro, intenté pararme y la hamaca se convirtió en una viscosa membrana amniótica; sentí asfixiarme, sentí que un río de estrellas se despeñaba por mi garganta y me ahogaba con ellas, ya no era oscuro el firmamento, se llenaba de luz, mucha luz. Las nauseas atenazaron de nuevo mi garganta, el primero borbotón surgió de lo más profundo de mis entrañas que hizo que medio me levantara de la hamaca; salió el viscoso líquido verde turquesa serpenteando desde mis fauces; mis entrañas se contraían con un profundo dolor casi de parto y cuando cesó el vómito, éste se empezó a metamorfosear. Primero plumas, bellas plumas de quetzal, iridiscentes, largas confundidas con el iris de mil soles; después se agruparon en una sierpe cuyas fauces vomitaban más estrellas, mientras yo, miraba pegado a la pared de mi terrenal matriz; luego la sierpe cambió y tomó la forma humana de Quetzalcoatl y ahí frente a mi, sereno, poderoso con un pectoral de caracol cortado cuya espiral dialéctica brillaba con dorados hilos obsequiando el don de la palabra, de su cuello se desprendías poderosas culebras de cristalina agua; mientras que su boca de sierpe bisbiseaba algo…
Como pude me salte de la hamaca y trastabillando bajé lo más rápido que pude los escalones de los tres pisos del edificio; tomé conciencia de que iba drogado por los efectos del peyote y entonces traté de tomar una posición erguida lo mejor que pude para no llamar la atención; miré el cielo y pude ver como se expandía mientras mi mirada trataba de encontrar un punto de apoyo en ese azul celeste inacabable; los escasos edificios mayores de tres pisos se doblaban sobre su vertical y dejaban ver una franja de cielo cada vez más ancha; el aire de un vehículo me pegó de lleno por la espalda y mi rápida vuelta sirvió para ver la fila de coches que se dirigían a mi en una especie de cámara lenta; la gente me miraba y luego bajaba la vista para evitar verme a los ojos como si fuera un bicho raro; luego intenté regular las zancadas de mis pasos que pensaba que eran muy grandes. Pude orientarme hacia el malecón y en la esquina de Arista e Independencia un tragafuegos lanzaba gigantescas llamaradas, ahí me estuve un rato, no mucho porque de una de esas llamaradas volvió a surgir Quetzalcoatl convertido en una furibunda serpiente de fuego: abrió su boca frente a mí, cubrí el rostro para evitar que me tragara o me quemara, como pude salí corriendo y solo escuché la estrepitosa carcajada del tragafuegos. Llegué al fin al mar, al malecón, los barcos se movían al ritmo de las olas y éstas, interminables, parecían los respiraderos de un gigantesco animal antidiluviano, seguí la banqueta del malecón, mientras la luz del sol, que caía a plomo, rebotaba sobre el concreto creando una lluvia invertida de rayos de luz entreverada con la reverberación del calor que emitía el piso.
Luego la vi, vi su ensortijado pelo moverse con la brisa del mar, mientras su falda de lino jugaba entre sus piernas a la vez que dibujada sus redondas nalgas. Traté de alcanzarla y sus pies dejaron de tocar el piso: levitaba y se dirigía derecho al mar; corrí, corrí desesperado y creo que le grite ¡Pelancho, Pelancho! Llegué tarde a la playa, ella caminaba sobre el mar como si manos invisibles la trasportaran. Ni siquiera volteó, al romper una gran ola se la tragó el mar. Me quedé quieto, boquiabierto esperando que surgiera y nada, luego me arroje al agua para rescatarla ¡No quería que me dejara y mucho menos que muriera! Nadé frenético, luego dejé de sentir que había un fondo, estaba solo y cansado, tragué agua salobre, agua vieja y me hundí, me hundí. No sentí miedo, tampoco respiraba o creí que no respiraba, pude ver pasar miles de seres oceánicos delante de mis ojos: peces multicolores, gigantescas ballenas, minúsculos protozoarios y ella ¡Pelancho convertida en la mar!
Los oídos comenzaron a zumbarme y la opresión del pecho amenazaba con quebrar mi tórax, cerré los ojos, quería dormir, quería que todo fuera dentro de mi y no fuera como sentía que estaba sucediendo; quería que fuera un simple sueño y no una realidad porque comenzaba a espantarme; quedé acostado en el lecho marino y pude ver la luz bailando en el espejo del agua; de pronto un rayo empezó a tomar forma; de nuevo era Quetzalcoatl que bajaba en forma de sierpe y estiré mi mano, traté de agarrarlo pero fue mas veloz y pronto se enrolló en mi cuerpo e inició el ascenso hacia la luz, ahí escuché la primigenia voz del cosmos: ¡Vive que te hemos dado el don de modificar la gris rutina del tiempo y el espacio! ¡Vive que te hemos dado el precioso corazón de las estrellas y el verbo del cosmos para que señorees sobre las cosas! ¡Vive porque todas las mujeres y los hombres son uno solo sin pertenencia alguna; de los cielos son y a los cielos solo pertenecen! ¡Pelancho es una y todas las mujeres a la vez!
El golpe fue brutal, la hamaca giró y mi rostro se estrelló en el frío cemento. Solo sentí la tibia sangre correr entre mis dientes y cerré de nuevo los ojos.
¡Sí, si ya lo sé! ¡Cuento de mariguanos y peyoteros! Pero, nunca he sabido de dónde salió el chalchihuite que Tacho y André encontraron dentro de mi boca.

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